PUNTO DE VISTA
Una vigorosa defensa de la pequeña librería, como un negocio de facturación lenta, pero rentable, está en el centro de la discusión que abre este artículo, presentado como ponencia en el XI Congreso Mexicano de Libreros. El autor es ensayista, poeta y editor. Actualmente trabaja en CONACULTA, en México.
Las librerías al borde de un ataque de nervios
José María Espinasa
Una situación que se veía venir desde hace un par de décadas en la cadena productiva del libro era el cuello de botella que provoca la abundancia de oferta, más aún si la demanda disminuye. La cuestión en cifras es –todos lo sabemos- avasalladora. No hay posibilidad alguna de que una librería exhiba todas las novedades que la industria editorial en castellano lanza cada año al mercado, y menos aún si a esto se le suma la reedición de títulos que, pueden ir desde los clásicos hasta los éxitos del momento, pero frente a esta situación, la actitud (o si se quiere la estrategia) librera fue la menos indicada, se tendió a la uniformidad instaurada por los títulos de venta segura (aunque no sepamos bien qué significa esta expresión). Al igual que ocurrió con el cine y las multisalas, la oferta se volvió muy similar en las librerías de una ciudad, de un país, de un continente lector. Lo malo no era que encontraras lo mismo sino que se excluya lo diferente, provocando la aparición de cotos especializados –digamos de Jurisprudencia, de Medicina, de deportes (y pongo ejemplos de los que en el país se encuentra al menos un ejemplo)-. También el auge de ciertas ramas editoriales –como la de la literatura infantil, la autoayuda o el esoterismo- creo sus márgenes de acción, pero no ocurrió lo mismo con otras que por su propia definición no admitía la especialización. Notablemente el caso de la literatura.
El asunto es que se trata precisamente de que es la literatura la que forma y da fortaleza al piso sobre el que esas especializaciones de toda índole crecen. No nos dimos cuenta de que se les corría el piso y quedaban en el aire. Así una librería de barrio, si consiguió resistir, y una de Sanborn´s (como ejemplo de lo que llaman “grandes superficies”) se parecían en exceso en su oferta sin parecerse, a veces ni tantito, en su público. Y empezó a descender el número de lectores tanto en unas como en otras. Bajaron los índices de rentabilidad, los sueldos, los márgenes de movimiento, la capacitación del personal. El potencial comprador fue considerado un ente pasivo y el lector en buena medida se aceptó como tal. No se atraen lectores, se les hostiliza. Y las librerías dejaron de ser un lugar de reunión. Se ha dicho muchas veces que Gandhi representó un fenómeno por su política de descuentos, pero se ha analizado poco (aunque imitado mucho) el hecho de que fuera un lugar de encuentro.
Ese lector que tiene ganas de leer “algo” y se dirige a una librería acepta con muy mala gana que se le condicione su capacidad de elección, con una mesa invadida por ejemplares de (en el mejor de los casos) la última novela de Fuentes o Vargas Llosa, pero que tiene que padecer para encontrar un título que un amigo le recomendó hace apenas tres meses o incluso un título de los mismos Fuentes o Vargas Llosa de hace unos años. Entre los libros muy vendidos y los que no lo son tanto se empezó a abrir un verdadero abismo. O se venden 10,000 ejemplares o se venden 300. El lector que cuenta se aleja de las librerías. Incluso en el terreno de la respuesta al momento se ha perdido capacidad, el reciente premio Nobel se remataba en mesas de saldo y el premio Cervantes –Sánchez Ferlosio- no tenía al menos en nuestro país un solo libro circulando. Y llega el pequeño editor a ofrecer sus títulos y no hay manera de que se los reciban.
Aquí pensarán ustedes que ya salió el peine: viene a defender su “producto”. Y no es así, vengo a defender el suyo, que es el libro. La razón que se esgrime para rechazar al pequeño editor es que sus libros no se venden. ¿Qué quiere decir esto? Es verdad, no se venden doscientos ejemplares en un día, pero a lo mejor se venden doscientos en un año. Por eso lo que hay que cambiar es nuestra visión del tiempo editorial. El tiempo como medida de lo que se vive. Si lo que se quiere es ganancia, deje usted el negocio editorial y métase a narcotraficante, hágalo con conciencia de que se vive poco y nada bien. ¿Cuántos narcos conoce usted que tengan más de sesenta años? No conteste, se puede comprometer.
Los doscientos ejemplares vendidos en un año son suficientes para que se vuelva rentable la librería. Sí, si los que se multiplican son los compradores de ese tipo de libros. No es tan difícil, es un lector que no lee un libro al año sino varios y que gasta más dinero en eso que los otros. Y –muy importante- que no compra un libro para leerlo en ese momento, que crea y cuida su biblioteca, que escoge su tiempo, que habla de ese libro con otras personas, que lo recomienda y comparte el interés. Si le vuelve a poner piso a las edificaciones no sólo es posible que no se caigan sino que hasta crezcan más. Al crecer el tamaño físico de la diferencia se reduce paradójicamente la distancia que las separa.
La solución de la uniformidad masiva ha mostrado que en el terreno del libro no funciona. No se si en otro terreno lo hace, pero en este no. En cambio ciertos experimentos han probado que lo contrario si es viable. Las librerías que han traído novedades exquisitas de España o Argentina (o incluso en otros idiomas), en cantidades desde luego poco rentables por sí mismas, han comprobado que esos libros jalan hacia arriba la venta global, debido a que atraen lectores, esos lectores que buscan “algo”, los que precisamente se habían perdido y que de uno en uno resulta que son más que los otros. ¿Es posible pensar que la diferencia le gane lugar a la uniformidad en las mesas de novedades? Creo que al menos no debe cedérselas toda.
La argumentación en cifras para dejar de lado a los pequeños editores, y con ello a los posibles nuevos autores que accedan al olimpo de los bestsellers, no sólo es ideológicamente peligrosa, sino falaz en su mercadotecnia: busca vender lo que se vende mucho ahora, para no tener que vender nada mañana . Todos sabemos que la negación del futuro es la falsificación del presente y la perversión del pasado. Por eso hay que buscar esas contracifras. Pero contando con las librerías. Hace unos años una pequeña editorial decidió, con singular éxito, vender sus títulos por suscripción. Aparte de que no fue un éxito duradero el prescindir de la librería como punto de reunión, no sólo con el libro sino con otros compradores volvía contraproducente la estrategia, por más que fuera atractiva y tentadora.
Esto me lleva a tocar algo que nos trae de cabeza en estos días, tal vez porque estamos viéndolo como posible en México: el precio único. Expertos nacionales e internacionales han hablado con singular pertinencia sobre el asunto, incluso desde el lado de los libreros. No pretendo decir cosas nuevas sobre el asunto, sí que lo considero necesario, y que en México particularmente, más allá de efecto mercadotécnico tendría otro muy importante, recuperar la confianza en el libro como tal. En un país en que durante décadas se hizo de la cultura una moneda de cambio político las personas perdieron la confianza en el libro, eso se refleja en la idea de que el libro –por ser cultura- debe ser gratuito o –peor aún- regalado.
Como todos sabemos a un regalo repetido se le pierde el respeto. La recuperación del respeto al libro tiene que pasar por un cambio en la óptica de su uso: como el libro enseña y es fuente de conocimiento el mexicano lo frecuenta mientras está en la universidad, es un instrumento didáctico. En la primaria, secundaria y preparatoria es obligatorio. Por eso los manuales pedagógicos son una parte importante del negocio impresor, editorial y librero. El libro que no se lee por obligación es el que de verdad importa y resulta buen termómetro de las estrategias que hay que tomar. Nadie va a vender más libros diciendo que ellos nos hacen mejores (suponiendo que así sea), pero el que eso tenga el mismo precio para todos es un buen principio, porque dejaremos de leer por el precio y lo haremos por el título, el autor, el tema, el género o –incluso- la editorial. Ya no funcionan los proyectos para elevar la cultura del pueblo, esa elevación antes que cultura fomentó corrupción, al grado de que se volvió precisamente una cultura (véase Gabriel Zaid).
Así el librero debe apostar por un cliente que pasa por allí una sola vez y no regresa nunca, debe facilitarle el regresar a buscar “algo”, pero ese algo debe empezar a estar ahí cuando el comprador va. La cantidad de gente que busca un libro y no lo encuentra es mayor que la que sí lo encuentra y se lo lleva, el librero es uno de esos raros negocios en los que se pierden compradores en un porcentaje mayor a los que se ganan. Eso es precisamente lo que hay que cambiar. Fomentar la visita a las librerías no es tan difícil y se puede hacer desde la escuela. Por ejemplo, llevar frecuentemente a los escolares a las ferias del libro como paseo cultural, pero nunca a una librería, cuando las primeras están ahí una vez al año y las otras de manera permanente. De la misma manera es bastante extraño que en esos beneficios laborales que son los vales de despensa no se puedan utilizar (al menos un porcentaje) en la compra de libros.
Una suma de recetas caseras para paliar la enfermedad mejora el estado de salud pero no cura, y no obsta para que el problema siga siendo el mismo: en México no hay un público lector activo que vuelva plenamente rentable una librería. Por eso el precio único es tan importante, y en el otro extremo del espectro la necesidad de que las librerías no se cierren a la diversidad. La recuperación de lectores no será inmediata y llevara tiempo. Pero valdrá la pena. De lo contrario la expectativa será que tanto ustedes como nosotros los editores independientes, nos dediquemos a otra cosa.
Este artículo fue facilitado amablemente por el Licenciado Arturo Ahmed, coordinador de contenidos del COLIME
Referencia: http://www.cerlalc.org/nuevo_boletin/08/RedLibreros12/Punto.htm
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