martes, 22 de noviembre de 2016

LA VIDA CON SUBTÍTULOS

02 noviembre 2005

ELOGIO DEL LIBRERO

Cuando pedí "La rata cochero" fueron a buscarlo al sector de mascotas (luego de mirarme mal). Cuando quise hojear "Todas las familias son psicóticas", por supuesto enfilaron hacia psicología. Cuando compré "Como una buena madre", no lo encontraron, claro está, en maternidad.
Me refiero a los malos libreros. No, no son libreros. Llamémoslos empleados de comercio. Hoy en día, en las grandes cadenas de librerías, no hay más libreros. Hay chicos y chicas jóvenes, predispuestos y de sonrisa esmaltada, que por suerte saben utilizar las computadoras que les dirán dónde está el bendito libro. Si se cae el sistema, para ellos se termina la literatura. Pero libreros no. Libreros les queda grande.
No han leído. Estos empleados no leen los libros que venden. No saben leer.

Yo amaba a mis libreros. El primero tenía una librería pequeña en una galería subterránea donde hoy hay un supermercado. Allí me iba por las tardes, y me sentaba en el piso a leer. Él me conocía y no le molestaba mi presencia. Al contrario. Supongo que ver a una niña de 8, 9 ó 10 años leyendo con tanta pasión y juntando su dinero para comprar libros, le debe haber estimulado. Debe haber pensado que justo por eso era librero. En esa librería, "Abaddón" libros, Rivadavia 6583, Galería Vía Río local 6 y 8 (acabo de buscar un libro que sé que compré ahí y está el sello) compraba los libros de la colección Iridium. "Verónica", "Verónica al timón", "¡Ánimo Verónica!". Me atraían los libros que llevaban mi nombre. También compré allí los libros de la colección Hardy Boys y Nancy Drew. Eran difíciles de conseguir y el librero me los traía para mí. Los libros de la colección "La brigada juvenil", y mis primeros libros de mitología griega. Cuando no iba a Abaddón me iba a un local de revistas usadas en la que sigue siendo la galería Boulevard, del barrio de Flores. Era un local con olor a papel viejo, con peligro permanente de avalancha, sucio, muy sucio. Pero allí estaba todo lo que uno podía desear de la vida. Me cambiaban dos revistas mías por una, por supuesto (para cambiar 1x1 debía irme al Parque Rivadavia y cambiar con otros chicos), y yo me quedaba horas y horas, porque llevaba decenas de revistas y tenía mucho para elegir. Además las hojeaba, no fuera cosa de que me llevara una repetida o una mala. Me gustaba "Archie", y todos los clásicos argentinos. No demasiado "Susie, secretos del corazón", esas las leían mis hermanas. Tenía la fantasía de que un día encontraría el primer número de "Hijitus" en el que, según yo, se contaría cómo consiguió su sombreritus.
Crecí y esas dos librerías desaparecieron. Llegó "El Buho", en Rivadavia al 6200 en donde hoy hay un kiosco. El Buho ya fue otra cosa. Yo había crecido y el hombre de mi vida era justo el librero. Joven, bohemio, con barba y pelo largo. Él, Jorge, me recomendó "Fahrenheit 451" y me inició en la ciencia-ficción. Fueron muchos años de ciencia-ficción y de Jorge. Jorge me prestaba libros que necesitaba para la facultad, y yo los leía casi sin abrirlos y se los devolvía con agradecimiento infinito. Jorge puso mi primer libro (editado por una Mutual, para recolectar fondos) en la mesa de ventas, y me contaba cuántos se vendía y me daba el dinero sin cobrarme ningún porcentaje. Jorge me iba enseñando de literatura y de vida. Es posible que haya sido su cliente favorito pero, para mi desilución, nada más. Cuando Jorge cerró me quedé huerfana de libreros. Sé que hay librerías donde aún atienden hombres y mujeres que saben de libros, que los leen, que los entienden, que los aman. Pero en Flores sólo queda la señora de la librería Distal de Carabobo, que me recomendó el libro de cuentos "Amores en fuga" y que me consigue algún libro difícil, y que siempre me cuenta alguna anécdota sobre algún libro mío que vendió, y me pregunta qué estoy escribiendo y cuándo volveré a publicar. Pero ya no es lo mismo. En las librerías ya no quedan tesoros por descubrir. El libro que no vendió lo suficiente es desterrado a los quince días. Y a nadie le importa. A estos empleados de comercio no les importa. No les importa que yo esté buscando un libro que ellos no tienen. No les importa no saber. No les importa no poder escribir correctamente el apellido de un autor. No les importa en lo más absoluto que también venden libros míos, porque es más importante pedirme que abra la cartera cuando me voy.

Yo creo que algún día estos pseudo-libreros serán castigados por el hecho de haber ocupado un puesto sagrado. Que algún día todos los libros difíciles, raros, insólitos, profundos, distintos, originales, que ellos jamás osarán recomendar, caerán una y otra vez sobre sus cuerpos hasta que las palabras les queden grabadas en la piel. Y por allí andarán, pequeñas almas con las pieles escritas, sin poder entender el argumento.
Y a los libreros de Abaddón, de El Buho, del Distal de Flores, a todos ellos, GRACIAS.

http://lavidaconsubtitulos.blogspot.mx/2005/11/elogio-del-librero.html?spref=fb


¡Libros de a peso!


GUADALAJARA, JALISCO (20/NOV/2016).- "¡Libros a peso!”, los enseñó a decir su padre los domingos en La Lagunilla. Con la devaluación, el eslogan luego pasó a “¡Libros a diez pesos!”; pese a los altibajos en la economía nacional, el negocio familiar y la tradición permanecieron. Los hermanos López Casillas se han dedicado a la compra-venta de libros usados y antiguos prácticamente desde la infancia.
La séptima edición de la Feria del Libro Usado y Antiguo de Guadalajara, con sede en los portales del Palacio Municipal y el Andador Pedro Loza, reconoció a la familia López Casillas con su homenaje al librero, por sus cerca de ocho decenios de práctica profesional en el mundo del libro usado y antiguo. A propósito de su visita a Guadalajara, platicamos con Francisco, Fermín, Leonardo, Lucila, Marina y Mercurio, seis de los integrantes de esta familia. Fue en el nuevo Centro Cultural FLUYA (coorganizadores de la mencionada feria del libro), donde los hermanos se remontaron en la memoria hasta los comienzos de esta tradición, su evolución y los diferentes caminos que han tenido cada uno de ellos con sus librerías.
Leonardo apuntó el dato: al haber nacido trece hermanos, en la familia confluyen dos generaciones, con proyectos, caminos y visiones diferentes en la compra-venta de libros usados. Incluso cada uno tiene sus propios recuerdos de cómo comenzaron sus padres, agregó Fermín.
Su padre Ubaldo López, Bertha Casillas (la madre) y su hermano Nicolás arrancaron con el negocio de venta de discos y revistas, alrededor de 1940. Francisco recordó que el origen del negocio fue en plena calle, además de La Lagunilla (donde ya sumaron los libros), para después consolidar su presencia con librerías. La Lagunilla, un lugar de visita obligada para quienes buscaban libros y antigüedades, fue un espacio de formación para los varones de la familia, pues religiosamente domingo a domingo asistían para aprender el oficio.
Más allá de dicho espacio, Leonardo señaló la importancia de montar una librería, pero no como solían (y suelen) ser algunas librerías de usados donde hay que escarbar entre los libros revueltos: su padre era un obsesivo del orden, por ello en sus libreros siempre imperó la organización de los títulos según sus temáticas. Un beneficio de tener todo ordenado, afirmó Fermín, es el servicio al cliente, pues facilita la búsqueda de libros.
La primera librería de esta familia fue Librería Otelo, en la calle Hidalgo de la Ciudad de México. Más tarde encontrarían un espacio icónico en la calle Donceles, en pleno centro de la capital mexicana. Librería Regia, La Última y Nos Vamos, La Casona de Aura, La Torre de Viejo, Librería Ahuizote, El Mercader de Libros son algunas de las librerías que han fundado.
De las temáticas, la preferida de Ubaldo era la historia. Otra novedad que incorporó a su concepto de librería fue el apelativo: “librerías de ocasión”. El término, dice Francisco, tiene una explicación: son libros que muchas sólo en una ocasión lo puedes encontrar.
Pero esa característica de encontrarse con un libro que tal vez nunca más veremos no es exclusiva de los visitantes a las librerías. Los propios libreros sufren ese aciago destino. Por ello, recuerda Leonardo, antes de vender un preciado ejemplar su padre siempre les decía: “Despídanse, porque no lo van a volver a ver. Denle un beso”, y lo hacían. Mercurio añadió que con trece hijos para su padre era un lujo conservar algún ejemplar, incluso cuando eran de sus favoritos de historia. Algunos libros, efectivamente, jamás volvieron. Entre el sinfín de joyas que han vendido, Francisco recuerda que alguna vez vendió un catálogo de Álvarez Bravo, de los años cuarenta: “Lamento el precio en que lo vendí y lamento haberlo vendido”, ese libro jamás ha regresado.
Han sido millones de libros los que han pasado por sus manos. Francisco aclara que obviamente no los han leído todos, pero por lo menos sí han leído todos y cada uno de los títulos y su pie de imprenta, para conocerlos mejor. “Los libros me llaman”, era una frase recurrente del padre, pues tras haber visto una miríada de ejemplares, los hermanos han afinado su vista para detectar los ejemplares que les interesan.
El más joven de los hermanos, Mercurio, se ha especializado en la investigación y valoración de los libros, en parte por sus gustos personales. Con un gusto por la historia del arte y una colección de libros ilustrados del siglo XVIII, XIX y XX, sabe a la perfección que para tasar algún ejemplar es necesario revisar bibliografía, catálogos, comprar cómo se ha vendido un mismo libro en otros sitios, etcétera. Al ponerle precio a un ejemplar, los clientes potenciales pueden sorprenderse por ideas preconcebidas: “La gente piensa que un libro será más valioso por ser viejo y grande, pero no es así”, dijo Mercurio.
Aunque no sólo los libros valiosos “valen”: los hermanos recuerdan a Juan y Ubaldo (hermanos que no estuvieron presentes en la charla) quien los enseñó a aprovechar al máximo todo el libro que les llegara. “Todo el libro vale, incluso la minucia”: la clave está en encontrar el precio justo, y para ello se necesita conocimiento del mercado.
Lucila, de las hermanas mayores, fue contadora de formación, trabajo que ejerció durante 33 años. Su aprendizaje se dio más con sus hermanos, pues el padre de rehusaba a que las mujeres lo acompañaran a laborar. Comenzó su negocio libresco alrededor del año 2000, luego de jubilarse. Por esos años, los hermanos también abrieron librerías al Sur de la Ciudad de México, cerca de Coyoacán.
Una de las hermanas, Marina, valora la educación que les dio el padre, pues ayudó a la formación de cada uno de ellos. Las disciplinas en las que se especializaron son tan distintas como las secciones de una librería: desde la psicología, antropología, docencia, matemáticas y contaduría.
El ambiente familiar, afirmó Lucila, era el de las constantes pilas de libros: con la enseñanza de su padre, todos aprendieron a amar el conocimiento transmitido por los libros. Pero también por su madre, Bertha, a quien califican como una lectora voraz, que devoraba novela tras novela en sus ratos libres.
Otra lección mayor fue el gusto por el aprendizaje, que todos adquirieron hace la diferencia al atender una librería, pues ello implica un mayor saber del negocio. Además de los hermanos, por las librerías de los hermanos López Casillas han trabajado muchísimos empleados en todos estos años, muchos de ellos han emprendido sus propios negocios, como César Vargas (quien en Guadalajara vende libros usados y antiguos en Librería Ítaca, además de impulsar el homenaje a la familia López Casillas. Del reconocimiento, los hermanos concluyeron: “Es doble, al ser entregado por los compañeros libreros”.
EL INFORMADOR / JORGE PÉREZ

http://www.informador.com.mx/suplementos/2016/692893/6/vivir-entre-libros.htm

Las pequeñas librerías mantienen la honestidad sobre lo que está pasando en la literatura



Durante el primer invierno que pasé en Nueva York, hace casi seis años, apenas conocía gente. En aquellos largos meses a menos diez o quince grado bajo cero, cuando el día termina a eso de las cuatro de la tarde, cerca de Navidades una de las peores nevadas en la historia de la ciudad entumeció la vida diaria. No había traición en ese invierno, se cumplieron todas y cada una de las profecías de las que me advirtieron, incluida la tristeza, que cada año llegó con una mano en la cintura por mí, y el aislamiento. No tuve más remedio que aprender a beber conmigo misma mientras escuchaba discos nuevos (discos nuevos para evitar los recuerdos). A falta de planes, además, me iba a perder el tiempo a las librerías del barrio. A babosear, diría mi madre. Y ahí dentro no sé bien por qué me sentía mejor.
Lo que para muchos son las tiendas de discos, los museos, incluso las iglesias, (algunas veces he entrado a refugiarme en las iglesias), esos espacios “públicos” donde uno se siente a su manera a salvo, tal vez a salvo de uno mismo, en las librerías para mí se volteaba de cabeza la idea del silencio incómodo. La distancia entre las personas es más bien agradable. Horas enteras paseando la mirada por las portadas y contraportadas, hojeando libros que igual no compraba (o que compraba, pero tardaría meses, o bien, años en leer), que me internaban en otro pequeño universo, coherente y diferente, donde brota en mayor o menor medida la bendita curiosidad, quizá lo más importante que tenemos.
Las librerías locales resultaron lugares más bien de descanso. Los ritmos cotidianos, apesadumbrados por el frío canijo y la más cabrona soledad, cambiaban.
María Negroni dice que cuando uno lee está escribiendo también. Siempre he pensado que leemos de algún modo todo el tiempo.
Cuando entramos a una librería estamos leyendo y la configuración visual de los libros influye esa lectura. Leer no solo es sentarse a leer páginas enteras. La semana pasada Selva Hernández, librera de tradición, (librera de Alicia a través del espejo y ahora también de La increíble librería), me contaba de cómo el acomodo de los libros influye en nuestra experiencia dentro del espacio: “Mis tíos en sus librerías de Donceles hacían exposiciones de portadas o de caricaturistas.”
Si una librería está configurada para leer o incluso para escribir, también se da, además de cierta complicidad (¿qué estará hojeando con tanto apetito la chica a la derecha?), dinámicas sociales diferentes a las que ofrecen otros comercios de la ciudad. Y no me refiero a librerías con una cafetería como El Péndulo, donde, como dice Penélope, el ruido no lo deja a uno deambular en paz; o Gandhi, donde, como dice Luli, los libros no son felices, y donde me parece que se perdió la bonita tradición del librero que a partir de lo que buscas te recomienda otros títulos.
Según la CANIEM en todo México hay 500 librerías y casi todas están en las grandes ciudades. Las librerías están agonizando y muriendo, ¿cuántas de estas son espacios de paseo?
Las librerías diseñadas para los lectores son una anomalía.
Una librería que te permita apaciguar las malas noticias. Que te obliga, digamos, a caminar con una suerte de reverencia a esos libros, a un paso más o menos museográfico, cuyos materiales y texturas tocamos y probamos como en un buffet de platillos exóticos.
Una librería es también una galería, una puesta en escena de libros. Es importante si la luz es agresiva o cálida, que el ambiente sea habitable, el tipo de sillones y desde luego, el tipo de libros que hay. Si están organizados de manera que parece que vas a descubrir un título desconocido. Si las portadas dialogan entre sí o si la relación entre los libros es más bien diferente a las “novedades”. Se me ocurre una curaduría por recomendaciones de un lector respetable, por el tipo de personajes, por el tipo de temas: novelas del aislamiento, cuentos de despedidas, ensayos personales de escritores amargados, historias con un protagonista de corazón punk, historias con un o una protagonista enloqueciendo, historias sobre la infidelidad o con orgías, ficciones con tantas canciones que merecen un playlist.
El alto de las torres, la disposición de los estantes y la conversación entre las portadas, nos invitan a diferentes formas de exploración: “un título al lado de otro título, al lado de otro título puede formar casi un poema, medio dadaísta. No es lo mismo encontrarse con una edición extraña de Borges con otra de Bioy Casares, que está junto a un ejemplar de la revista Sur de Victoria Ocampo. O un libro de Borges que convive con la Biblioteca Borges, que eran sus lecturas favoritas, como Dino Buzzati o la historia de las matemáticas”, decía Selva.
Los libreros, ya lo ha dicho Patti Smith, que varias veces trabajó en librerías, mantienen la honestidad sobre lo que está pasando en la literatura en nuestros tiempos. Y también nos permiten un placer específico: manosear los libros. Son espacios que despiertan un comportamiento diferente, tranquilizante (espero) y la experiencia, por lo  menos en para mí, es casi terapéutica.

http://www.letraslibres.com/espana-mexico/cultura/las-pequenas-librerias-mantienen-la-honestidad-sobre-lo-que-esta-pasando-en-la-literatura