miércoles, 29 de enero de 2014

La calle del libro usado Centro de Aguascalientes

La calle del libro usado


Agradecemos la entrevista al Biopolítica   https://www.facebook.com/biopoliticamexico?fref=ts

La calle del libro usado de Aguascalientes https://www.facebook.com/MatamorosLaCalleDelLibroUsadoAguascalientes?fref=ts

Librería bibliofilia

viernes, 10 de enero de 2014

La última conversación. Un bibliófilo en el hilo de vida


La última conversación. Un bibliófilo en el hilo de vida


Max Ramos está al frente desde 1999 de El Hallazgo, librería de viejo. Despues funda "Burroculto", y recientemente la librería "Jorge Cuesta", todas ellas en el manejo del libro usado, viejo y antiguo. Coautor de Rabia Nuestra, libro de cuentos. En prensa, Otra forma de bolero, poemario.

Cuando Diego de Ybarra visitó la librería Burroculto, hace algunos meses, me dijo: ¿Conoce éste lugar Guillermo? No, le respondí, y me quedé por un momento guillermando algunos apellidos: Sheridan, Samperio, Arriaga, Del Toro. Entonces le diré que venga, interrumpió Diego; él debe conocerlo. Pasados algunos días me llamó para volver.  A la cita llevaría a su amigo, comentó.
Burroculto es una librería que se fue entrando en la Ciudad de México hasta arrebujarse en una casona de los años treinta caída en vecindario. Desde hace 7 años ha tomado el disfraz de departamento. Con el calor en ámbar de sus lámparas, su luz a veces la pelean el estante y el ojo del lector, tan así, que a veces estante y lector se acercan al haz para compartirse en la lectura. Esta librería se abre cuando el lector pide su cita. Sus puertas corredizas, giratorias, se esconden en forma de librero, están pintadas con temas de Alicia en el país de las maravillas; en el umbral de alguna de ellas está, de un lado, la espalda de un hombre, del otro, el frente de una mujer: lo dual en uno.
Un sábado, cuando el sol afila su mejor rayo, apareció Diego en compañía de Guillermo. Éste me saludó como al hermano que no ve allá tiempo.
–Qué gusto en conocerte, Max, me habían hablado de ti, pero hay personas malvadas, nunca me decían en dónde tenías tu librería. Haremos buenos negocios, te lo aseguro.
Él, un hombre con medio siglo puesto, piel blanca y mirada que en donde la posa, inquiere, no dejaba de mirarme, con ese afán de aquellos que miran en el fondo de los otros. Desconfío de la gente amable, es mi insolvencia para saber a bote pronto de la franqueza o despilfarro de la simple cortesía. Guillermo, de pelo acicalado, traje azul oscuro y una sonrisa para quien la tome, haciéndose del espacio, me pide, si es posible, lo deje fumar. No lo dudo, mas ahora me duda eso de las reglas. Él fuma y en mi cabeza huma el por qué a él sí y a los otros no. Lo veo como toma Clemencia, de Altamirano, con sus tapas rojas en relieve, su maguey en primer plano, edición de 1901, y goza el tacto de la tela como si las yemas degustaran. A los 15 minutos de su llegada, Guillermo trepaba los andamios de la historia mexicana.
–Ahora gusto de la literatura –dijo–. Me he sumergido en el Barroco, ¡uff!, en la Colonia; ¡No, hombre!, en el arte de los Lagarto. Ahora las aguas de la literatura son un remanso. ¿Qué tienes de Tablada? ¿Tienes la revista Horizonte? Consígueme la revista Timón, de Vasconcelos.
Guillermo se hizo asiduo a Burroculto. La librería le quedaba a unos pasos de su recién restaurada casona en la calle de Valladolid, colonia Roma. Y con él, otro día apareció Rafael Barajas, El Fisgón, bibliófago y estudioso de la caricatura. Desde entonces, cada tercer día: Max, habla Guillermo, ¿qué te ha llegado? ¿Mi Li Po, de Tablada?, te lo encargo. ¿Las ediciones de N. Lira? ¿Los Ceros, de Riva Palacio?
Apenas podía con el tiroteo. Es árido al oficio del librero saber que tienes a la vista al bibliófilo de cuna, y debido a su exigencia, no tengas mucho que ofrecerle. Mira, Guillermo, no tengo eso que me pides, más te reservo para que los veas Piedra de sacrificio, de Pellicer; Libertad bajo palabra, de Paz; si, la primera, impecable. Lo mismo te guardo Tarumba, de Jaime Sabines, sí, es de Colección Metáfora, 1956, con autógrafo a Díaz Bartlett.
Fumador empedernido, me informaba:
–Mi nombre es Guillermo Tovar de Teresa, no lleva la “y”, no es “y de Teresa”. No gusto de esos adornos.
También pormenoraba el cómo iban los reclamos con respecto al desatino en la intervención al Caballito, que no iba a dejar de señalar –decía– el daño al patrimonio nacional.
–No se vale, ¿cuándo se ha visto un caballo cacarizo?
Alguna ocasión, mientras él veía la revista El Maestro, el número de 1921 (donde aparece por vez primera La suave patria, de López Velarde), yo estaba en el reacomodo de un estante, y el silencio de ambos era tácito diálogo, se me cayó un libro. Para salvarme de mi propio enojo –librero que maltrata la materia de la que vive confunde el oficio de tabiquero– tuve que lanzar el chiste de que al caer el volumen se había desperdigado su texto por el piso. Él recogió el libro y lanzó una queja:
–¡Uh!, casi me quemo. Mira: Fernando Benítez. Fue un ladrón, me robó un libro. Hay quienes lo atestiguan. No son habladas. Éste, El libro de los desastres, es mío. Él me lo robó. También puedes ver parte de lo mío, pero con su nombre, en los volúmenes de La Ciudad de México, de Salvat. Fue un ratero. Y mira que fueron largos años de amistad lo que se fue a la basura. Tienes mano sabia, no es casualidad que se te caiga lo que pertenece al piso.
El sábado 9 de noviembre, cuando Tovar de Teresa llegó a la librería, yo estaba enterado de su accidente. Apenas dos días atrás, al pie de su cama había dejado una lata de galletas. Al levantarse, Guillermo tropezó con ella y cayó sobre la misma: dos costillas flotantes fracturadas. Inmediato reposo y algunos cuidados. El lunes 11 llegaría su doctor de cabecera para la revisión plena. Eso me lo dijo el viernes 8, a mediodía, cuando me habló para disculparse y aplazar la cita para el sábado. Me imagino que cuando te has accidentado y tienes la cortesía de dar aviso con aquel que tienes una cita, tu mal es pasajero.
–¿Cómo te sientes?
–De la chingada, ¿nunca te has fracturado una costilla?
–No, sólo me han operado de algo más nefando –dije. 
–Regálame un vaso de agua.
Da un trago. Noto que se duele al esforzar el vaso hacia el escritorio. Lo posa, mas se le cae el cigarro de entre los dedos. Lo auxilio. Él ya no intenta siquiera recogerlo. Se lo entrego. Fuma largo, mientras los alcatraces lo miran boquiabiertos.
–No hay que dejar de fumar, Max, te mueres. ¿Qué libros me tienes?
A diferencia de otras ocasiones, él sólo veía aquellos que le acercaba en mano: El Pedro Páramo, tan impoluto que al abrirlo aún olía a Susana San Juan; luego le mostré Cuentos bárbaros, del Dr. Atl.  Me habló de Leopoldo Batres.
–Él era guatemalteco, ¡eh! Un fregonazo. Si tienes su opúsculo de La quemada, en Zacatecas, considéralo como mío.
Ese sábado 9 de noviembre de 2013 lo despedí alrededor de las tres y media de la tarde. Estaba exhausto. Lo vi sin sangre en el rostro. Él se dio cuenta.
–Estoy muy pálido, ¿verdad?
–Sí, quizás un poco de sol sea suficiente.
–Me voy a casa, a ver como salgo de aquí, han cerrado la calle por el desfile de los Alebrijes Monumentales.
–Guillermo, te aviso de los libros llegaderos –le dije, a manera de despedida.
Semanas atrás le había entregado algunos números de la revistaAntorcha, también de Vasconcelos. Le prometí algunos números que, por su falta de portada o su desgaste, no me interesaba negociarlos: eran un obsequio. Se los entregué. Cerramos cuentas. Qué extraño, a veces yo le debía un encargo; a veces él me pasaría a pagar al día siguiente, sobre todo cuando entraba en frenesí, estado natural de cualquier bibliófilo. Pero ahora, no. Tablas.
El domingo 10 de diciembre tuiteó la muerte. Guillermo había fallecido. En mi mesa de trabajo quedaron las tres obras que me intercambió. El Café de Nadie, de Arqueles Vela. El Códice Florentino. Y un libro de Efraín Huerta, Los hombres del alba, editado por Géminis, en 1944.
Yo viajaría a la IV Feria de libro usado y Antiguo de Guadalajara, tendría una charla sobre la construcción del oficio librero. No pude quitar el vaso de donde lo dejó Guillermo. Reflexionaba sobre el carácter de los textófilos como él, que aún con el doblez que da el dolor, se atreven a salirse de la convalecencia, dejar las sábanas de la queja y allegarse hasta la librería más a modo. Porque, ¿qué puede hacer un hombre de libros sino sanar en letras? Los alcatraces están vivos. Él, aún me conversa. Quizá el bibliófilo debiera morir, a la vuelta de la esquina, en los cementerios de papel, a las puertas de su pasión.

http://www.revistavariopinto.com/nota.php?id=362&fb_action_ids=10202403574587435&fb_action_types=og.recommends#.UtCqQdJ5MZM