viernes, 31 de mayo de 2013

La casa que me compró “Gabo”

La casa que me compró “Gabo”

La pequeña librería del viejo quedaba frente a la puerta principal de la casona de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y a la vera del Parque Universitario. Mi padre era librero de cabotaje, con mangas y quevedos. Sabio en filosofía, alquimia y entuertos poéticos. Las ganancias de la librería dejaba para la vida frugal y poco estridente de la familia. Una casa alquilada desde el oncenio de Odría en esa villa de Surquillo con vista al mal luego de que el viejo perdiera la antigua finca por esas arritmias del juego y la mirada de una china. En las tardes del verano, el sol caía directamente sobre los libros recién editados otorgándoles un brillo especial a títulos y autores. Mi padre era un hombre de un rictus tieso pero que en el fondo era amable y querendón.

Los que lo conocían, jóvenes y viejos escritores a quien él fomentaba su pasión por los libros, le confesaban más sus ensueños que sus penurias estando yo presente y si apenas llegaba a los 10 años. Mi padre, sin proponérselo, me contagió el apego por la creación poética y la liturgia libresca. Él mismo decía que a los libros había que quererlos como a las mujeres había que amarlas. Yo casi apenas entendía esa diferencia. Un día sí y el otro tal vez, mi padre me dejaba a cargo de la librería y se iba con poetas y narradores a conversar sobre utopías e indemnizaciones en los bares de por medio, el Palermo, el Chino-Chino, la Comisaría o La Llegada. Luego, embellecido por la alquimia de las cervezas, regresaba por la noche recitando a Mallarme o Pavese y, a paso de milongas silentes, regresábamos a casa en el tranvía Lima-Chorrillos y yo tomado de su mano.

En mayo de 1967 en Buenos Aires se imprimió LA PRIMERA edición de “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez bajo el sello de la editorial Sudamericana con un tiraje inicial de 8.000 ejemplares. El realismo mágico del libro lo convirtió esa vez en todo un suceso en ventas. Así, llegó a Lima y el efecto fue similar en librerías que las habían y por decenas. Mi padre una noche regresó a casa gritando: “Se me presentó la virgen”. Ese día había vendido los 20 primeros ejemplares de la novela de “El Gabo” y el viejo local recuperó el fulgor malva del éxito. Un año más tarde, papá regresó igual de eufórico. “Ya tenemos casa propia” gritó al entrar. Cierto, gracias a García Márquez nos mudamos al flamante departamento del moderno edificio de la Residencia San Felipe. El libro se siguió vendiendo como pan caliente y hasta la fecha va por más de 30 millones de ejemplares y ha sido traducido a 35 idiomas. Eran los días que gracias a la descomunal venta del bendito libro mi padre le pudo hacer su ‘quinceañero’ a mi hermana mayor que ya tenía 18 años y obsequiarle una licuadora de 6 velocidades a mi madre. García Márquez, cierto, había cambiado el nervio alimenticio de la tripa familiar y yo pude estudiar inglés en el ICPNA.

No obstante, a pesar de su tropical refresco a las letras castellanas, de su ejemplar rigor periodístico, García Márquez siempre fue un personaje ajeno a las ansiedades literarias de los peruanos que ingresamos a un espiral de radicalismo ideológicos que ya tenía muertos ilustres como el poeta Javier Heraud como símbolo del guerrillerismo castrista y Luis De La Puente Uceda, del MIR, un ex aprista decente que rompió con el añoso partido de Haya de la Torre para irse al monte y morir aferrado a la ideología fresca del MIR. Y en esos años, aún antes de ser premios Nobel de literatura, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa eran amigos íntimos. Aún sin ese celoso puñetazo vargallosiano en su ojo tumefacto que “El Gabo” hizo quedar para la posteridad gracias a la foto que se hizo tomar por el Colombiano Rodrigo Moya en México el 14 de febrero de 1976, eran amigos entrañables. Aún sin presagiar que una mañana limeña de invierno asaltada por las resolanas de las venturas, cuando invitados por la Universidad Nacional de Ingeniería, tomaron posesión del auditorio principal y desnudaron sus demonios ante el “interrogatorio público” a la que fueron invitados. García Márquez era para los escritores peruanos un personaje, todavía, de exótica escritura. El diálogo no tuvo gran difusión en la prensa y más bien pareció una aburrida conferencia académica. Cierto, parece que a García Márquez no le agradó esa indiferencia de sus pares peruanos que no regresó jamás por estas vides. 

De aquel encuentro entre los dos exitosos novelistas, el poeta Armando Arteaga recuerda: “Yo era estudiante de la academia Acuni. Estaba en el colegio todavía y me preparaba para ingresar a la UNI. Esa mañana el arquitecto Luis “Cartucho” Miró Quesada los presentó, también estaba Santiago “Santy” Agurto Calvo. García Márquez era muy parecido al poeta Elqui Burgos. Vargas Llosa era muy admirado por todos nosotros en ese entonces por estar a favor de la revolución cubana. Entre los asistentes recuerdo haber visto a Paco Bendezú, a Dalmacia Samohod, a José Miguel Oviedo. Recuerdo haberme sentado casi al lado del poeta César Calvo y el hijo de poeta cajamarquino Oscar Imaña, un barbudo que todas las tardes tomaba su café en el Tivolí”. Jorge Pimentel, aquella vez, comandó una caravana que partió desde el mítico bar “Palermo” y hasta la UNI. La poeta Rosina Valcárcel también asistió a ese tour de forcé por la llegada de ese “raro” Colombiano pero fue un acontecimiento poco feliz porque García Márquez podía ser un espécimen del Caribe Colombiano pero no era poeta rotundo, como lo imaginaban muchos.

Existen hasta dos ediciones en libro de este encuentro. LA PRIMERA editada por la UNI del mismo 1967 y la segunda “La novela en América Latina: Dialogo” que es de 1991 auspiciada por Extebandes con diseño de Víctor Escalante, fotos de Carlos Chino Domínguez y un prólogo del novelista José Antonio Bravo. Amen, existe una fotografía de esa ocasión publicada gracias a Fernando Caller Salas de la Dirección de Bienestar Universitario de la UNI donde aparecen en la oficina del Rectorado de la UNI, de izquierda a derecha, trago en mano y de estricto traje oscuro, Gabriel García Márquez, el Rector Santiago Agurto Calvo, el Decano de Arquitectura Luis “Cartucho” Miró Quesada Garland y Mario Vargas Llosa. José Antonio Bravo recuerda que a la pregunta de Vargas Llosa de cómo era esa vaina de que Remedios la Bella se vaya volando al cielo, él dijo que esa era la realidad real de los imaginarios de los pueblos de ese lugar y contra esa mágica verdad no había cura.

Así, García Márquez es controversial y está bien. Así sigue siendo ejemplo de constancia y honradez. Por ello lo recuerdo con cariño a sus 85 años con esta cita de su nacimiento y no de su muerte literaria: “Fue así y allí donde nació el primero de siete varones y cuatro mujeres, el domingo 6 de marzo de 1927, a las nueve de la mañana y con un aguacero torrencial fuera de estación, mientras el cielo de Tauro se alzaba en el horizonte. Estaba a punto de ser estrangulado por el cordón umbilical, pues la partera de la familia, Santos Villero, perdió el dominio de su arte en el peor momento. Pero más aún lo perdió la tía Francisca, que corrió hasta la puerta de la calle dando alaridos de incendio: --¡Varón! ¡Varón! –Y enseguida como tocando a rebato--: ¡Ron, que se ahoga! [El nacimiento del Gabo] en “Vivir para contarla”. 

http://www.diariolaprimeraperu.com/online/especial/la-casa-que-me-compro-gabo_107079.html



lunes, 20 de mayo de 2013

Librería de viejo de Tijuana B.C

http://www.youtube.com/watch?v=NNAsRvU7z4U

Los libreros de Donceles





Los libreros
de Donceles
Heredado amor, vocación de oficio
Texto: José Manuel Ruiz Regil
Fotos: Yahel Leguel
 Dice un refrán popular: “Buenos son los libros viejos, pero solamente los buenos libros llegan a viejos”. Eso lo saben bien los libreros de Donceles, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. No por nada llevan más de setenta años dedicados a vender, buscar, comprar y coleccionar ejemplares únicos, agotados o “inencontrables” que, por su importancia histórica o atributos editoriales y artísticos, son considerados entre los iniciados de la hoja, como verdaderas joyas de alto valor.
A decir de Ubaldo López Casillas, hijo mayor de Don Ubaldo López Barrientos, fundador de la primera librería de viejo a mediados del siglo pasado, la Librería Mercurio, en Avenida Hidalgo: “ser librero o anticuario, como algunos se denominan, requiere de mucho trabajo. Tener disposición para responder a las oportunidades y mucha disciplina. A veces hay que bajar bibliotecas completas de un cuarto de azotea al que sólo se accede por una escalera de caracol. Mantener esto requiere de mucha constancia y condición física, también. Cada día trae su carga de títulos y ejemplares que hay que clasificar, revisar, limpiar y ordenar para poderles dar salida”.
Heredero, junto con sus hermanos, de la tradición bibliófila de su tío Nicolás y de su padre, quienes empezaron el negocio con apenas 20 títulos en el mercado dominical de La Lagunilla, hoy rubrica su genealogía como uno de los principales promotores del libro de segunda mano junto con sus primos, tanto de la línea de los López como de los Casillas, y su hermano menor Mercurio, dinámico propietario de las librerías Bibliofilia, Inframundo y Los Hermanos de la Hoja, en Donceles, y de El Volador y Anáhuac, al sur de la ciudad.
Resguardados de la lluvia caprichosa de esta primavera impredecible, de pie, en el interior de la bodega de la Librería Selecta, fundada en 1956 por su padre, Ubaldo, con actitud mesurada, no esconde su oficio en el detalle. Enciende un cigarro. Me ofrece un refresco. Recarga el suyo sobre la carátula de uno de los tres volúmenes que componen la obra Monumentos del arte mexicano antiguo, de Antonio Peñafiel. Los muros que nos rodean, apuntalados por gruesos polines, están tapizados de vitrinas que resguardan entre sus ejemplares, una crónica de las islas inglesas, publicada en el siglo XVI, una edición miniatura del Quijote, de 5 x 5 cm, editada por Calleja a principios del siglo XX, y un México y su evolución social, en una edición de 1890.
En esta misma bodega han pasado codiciadas horas bibliófilos exquisitos como el dramaturgo Hugo Argüelles, quien visitaba esta librería con frecuencia para comprar primeras ediciones, libros de arte, historia, teatro y otras curiosidades, o el maestro Andrés Henestrosa que, a decir del comerciante, era duro para el regateo.
Al parecer, fue la esposa de Don Ubaldo quien tenía una gran pasión por los libros y lo inspiró a iniciar el negocio. No se sabe mucho de ella. Percibo un aire de leyenda alrededor de esta figura enigmática y me pregunto si existirá alguna relación entre este personaje femenino, opacado por los varones que la rodean, y la anciana que retrató magistralmente Carlos Fuentes en su Aura. Por cierto que la dirección publicada en el anuncio al que responde el joven historiador Felipe Montero es Donceles 815, número ficticio, por demás está decirlo. Sin embargo, en homenaje a esta obra maravillosa de la literatura mexicana, la librería anticuaria, que está al principio de la calle, en el número 12, lleva el nombre de La Casona de Aura.

Hace treinta años, acudían a las librerías de viejo especialistas en botánica, historia, religiones y muchas otras disciplinas. Hoy en día, todavía es una suerte encontrarse con Ubaldo, con Mercurio o con alguien más que tenga el tiempo y el conocimiento para enriquecer la búsqueda con recomendaciones sobre otros títulos y autores, y quizás, despierte esta misma sensación de fraternidad que experimentamos quienes pisamos con gran emoción los pasillos de una librería llena de tomos con experiencia pues, a decir de sus guardianes, mientras que una librería de nuevo ofrece alrededor de diez mil títulos, en una de viejo puedes encontrar hasta quinientos mil en bodega, esperando el tiempo que sea necesario para llegar a las manos de quien dará a la obra su justo valor.
Como los describe Fuentes en Aura, las plantas bajas de estos edificios coloniales se levantan con ladrillos de papel, cimientos de aire sustentan todavía el tezontle, los nichos con sus santos truncos coronados de palomas, la piedra labrada del barroco mexicano, los balcones de celosía, las troneras y los canales de lámina, las gárgolas de arenisca. Estantes de piso a techo edifican el cielo borgiano, las moradas teresianas, creando atmósferas habitables para la reflexión, el conocimiento y la sorpresa.
Deambular entre sus pasillos a la espera de que un título nos brinque a la cara, o a que el milagro de la sincronicidad se manifieste detrás de una pila de libros, de una dedicatoria, o de un apunte olvidado a la mitad, son goces que no deberían perderse. Y más allá de adquirir un libro con un fin utilitario, habría que considerar la posibilidad de integrarse a la vida de éste, comulgar con la lectura con otros ojos que jamás miraremos, con las manos que nunca podremos tocar, con un aliento que, quizá, se sofocó o suspiró en el mismo punto y coma en que lo haremos nosotros, para insertarnos al destino de la obra, imbricarnos más allá de la lectura en el mar embravecido de anécdotas e historias que han llevado al ejemplar de un lado a otro en el viaje del tiempo. imagen
José Manuel Ruiz Regil. Es escritor, locutor, guionista y cantautor. Es cronista de la Asociación Amigos de Bellas Artes y de la Editorial Versodestierro, donde publicó el poemario Cantata para la cuerda floja.