jueves, 14 de mayo de 2009

La librería: constructora de lectores

EL BANCO DEL LIBRERO

En esta conferencia Juan Domingo Argüelles –pronunciada también en el XI Congreso de Libreros Mexicanos- resalta el valor de la librería cultural como lugar semilla donde vocaciones literarias y científicas se han construido. Sin ellas México no sería lo que es hoy literaria e intelectualmente. De allí la importancia de defenderlas.

Argüelles es un estudioso consagrado del tema de la lectura y de la circulación del libro. Es reconocido, sobre todo, su libro ¿Qué leen los que no leen? (Paidós, 2003). Actualmente es Director de Normatividad, Entrenamiento e Información de la Dirección General de Bibliotecas del Conaculta.

La librería: constructora de lectores

Juan Domingo Argüelles

Escribir libros es fácil; sólo hace falta pluma, tinta y papel. Imprimir libros resulta algo más difícil, porque a menudo el talento se complace en tener un carácter de letra ilegible. Leer libros es aún más difícil, debido a la dulce somnolencia que lleva consigo la lectura. Pero la tarea más ardua que puede emprender un hombre es la de vender un libro.

FELIX DAHN (1834-1912), HISTORIADOR ALEMÁN

Seguramente, muchos de ustedes recuerdan el excelente ensayo de Gabriel Zaid, “¿Adivinos o libreros?”, publicado en 1982 en la revista Vuelta ; republicado, cuatro años después en una edición especial de la Librería del Prado y posteriormente incluido en la edición definitiva de Los demasiados libros . El problema central de los libreros, explica Zaid, es que tienen que adivinar. Y añade:

“A los lectores (ya no se diga a los autores) nos molesta no encontrar los libros que quisiéramos: precisamente ahí, en el momento. Nos parece difícil de entender, bajo el modelo (hidráulico, totalitario) de un gran centro desde el cual se bombea la buena nueva hacia todos los puntos del universo. Pero la realidad no funciona con ese modelo centralista, más deseado que deseable. Publicar es como soltar papeles desde lo alto de una ventana: algunos son leídos, pero los demás ensucian las calles y se convierten en basura”.

Respecto de las librerías en México, desde hace muchos años, Gabriel Zaid ya nos advertía del grave problema por el que atraviesan cada vez con mayor severidad.

Las librerías —sentencia— son negocios difíciles, y con frecuencia pésimos, porque cada libro que compran puede tardar mucho en venderse o no venderse nunca. Cada lector es un mundo: no hay dos bibliotecas personales idénticas. El número total de libros publicados es infinito, pero los recursos del librero son finitos. También su clientela es limitada. Las probabilidades de asignar recursos a un conjunto de libros que nadie va a pedir son muy grandes”.

Sin embargo, pese a la gran problemática por la que atraviesan de manera continua las librerías y los libreros mexicanos, nadie podría negar que las librerías han sido y son, del modo más natural, constructoras de lectores y de escritores, aunque esto no siempre se reconozca abiertamente y a veces ni siquiera se mencione cuando se habla de la formación de lectores en México. Además, en algunos casos, ciertos libreros, particularmente entusiastas en su trabajo y bien preparados para el negocio cultural, han sido una influencia benéfica determinante para muchos lectores, lo reconozcan éstos o no.

Una librería bien puesta, por ejemplo, en Villahermosa, Tabasco, o en cualquier otro punto del país que tenga la necesidad de una librería, puede convertirse en centro de reunión, en lugar de confluencia que anima la lectura, en punto de referencia para todos aquellos que encuentran en ese espacio una serie de medios y un ambiente que no es posible hallar en ningún otro sitio. La librería potencia sus virtudes más allá de ser un lugar en donde se venden libros: es un punto de reunión cultural, un centro de diálogo, encuentro y discusión, un espacio para darle sentido al tiempo de ocio, en fin, un centro de cultura que, en México, desafortunadamente, ha decrecido más que incrementarse porque poner una librería y mantenerla no es negocio fácil: son muchos los factores que conspiran contra su establecimiento, su desarrollo y su permanencia. Y porque, como bien dijo Zaid, ahora, por desgracia, el pensamiento de mucha gente del ambiente cultural (incluidos algunos funcionarios públicos) se ha contaminado de la mentalidad desdeñosa de los acaudalados hombres de negocios: “negocio que no te deja, déjalo. ¿Escribir no te deja? Déjalo. ¿La librería no te deja? Ciérrala”.

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La librería, además, propicia otra costumbre benéfica fundamental: la de hacer de una persona un bibliotecario. Es importante destacar que, contra lo que se pueda decir del coleccionista de libros y contra lo que puedan decir contra sus hábitos los mismos coleccionistas de libros (por ejemplo, que ya no caben en sus casa por tanto papel que han acumulado), la formación de una biblioteca personal o familiar es no sólo decisiva sino del todo necesaria si queremos realmente que en México la cultura del libro y la lectura no sea nada más una buena intención. Las bibliotecas públicas son importantes, lo mismo que las escolares y todas aquellas que prestan los materiales, pero la noción del verdadero valor del libro se produce cuando el lector adquiere sus propios materiales de lectura, es decir cuando accede al sentido de propiedad de los libros. Sólo cuando una biblioteca nos ha costado, alcanzamos a entender la verdadera dimensión del valor del libro. Y que nadie venga a objetar este dicho con el consabido argumento de que los libros son caros. Hay vicios, por recurrencia y por precio, muchísimo más caros y costosos que el de la lectura y, generalmente, los viciosos nunca se quejan. Ello sin juzgar ni la moralidad ni las consecuencias para la salud de dichos vicios onerosos.

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Otros escritores mencionan también como un paso decisivo en sus vidas la entrada por vez primera en una librería para elegir los libros que, a partir de entonces, serían suyos y les acompañarían en los mejores y peores momentos de su existencia. Traigo a cuento aquí, también, el testimonio de Felipe Garrido:

“Un hecho que recuerdo —dice— es que la oficina de mi padre estaba muy cerca de la Librería de Cristal, a dos cuadras de la Avenida Juárez, y a veces los sábados lo acompañaba y después pasábamos a dicha librería. Mi padre me dejaba en el sótano, que era donde estaba la sección infantil, y él buscaba sus libros arriba. Veinte o veinticinco minutos después bajaba, y para entonces yo ya había formado una pequeña torre de libros que había escogido en absoluta libertad en ese sótano que yo veía inmenso; él separaba de ahí tres o cuatro títulos y me los regalaba. No te podría mencionar concretamente el primer libro o la primera lectura que más me impresionó entonces. Lo que sí te puedo decir es que empecé con cosas muy sencillas y luego seguí con lecturas de mayor densidad o complejidad; por ejemplo Los bandidos de Río Frío , de Manuel Payno, que me pareció interminable, porque lo leía y lo leía y nunca acababa. Leí muchísimos tomos de la colección Austral de Espasa-Calpe y quizá una de las lecturas especialmente importante en mi adolescencia fue la obra de Chesterton: El Napoleón de Natting Hill , El candor del Padre Brown , El hombre que fue jueves y otros títulos más, algunos de los cuales, luego vine a saber, estaban traducidos por Alfonso Reyes. Fue en años posteriores, con más conciencia de la literatura, cuando percibí que ciertos libros constituían una revelación o modificaban de alguna manera mi vida o mi visión de las cosas”.

(…)

Hoy, incluso los menos pesimistas admiten que las librerías en México apenas rebasan el número de 500 para un país de más de cien millones de habitantes. Otras estimaciones, más pesimistas o quizá más realistas, como la de Noriega Editores (“Mapa de librerías de la República Mexicana”), afirman que, en el país, las librerías no llegan siquiera a cuatrocientas (apenas 366), muchas de las cuales son establecimientos con compras muy bajas y muchas dificultades en el cobro.

En conclusión, y ante todas estas cifras inexplicablemente diferentes, tenemos que decir que México es un país con más de cien millones de habitantes y una superficie de casi dos millones de kilómetros cuadrados que, según los datos menos optimistas que manejan editores y otros profesionales del libro, no llega siquiera a las 400 librerías en todo el territorio nacional. Las librerías mexicanas han ido desapareciendo tan aceleradamente que las estadísticas de hoy serán puestas en duda mañana; y ello se debe a que lo que se llama a veces, oficial y fiscalmente, “librería”, no es otra cosa que un punto de venta misceláneo que, entre otras muchas cosas (cuadernos, lápices, estampitas, gomas, pegamentos, chácharas, etcétera), vende algunos libros cuya facturación total es más bien insignificante.

Pero una cosa es cierta, independientemente de los criterios laxos para aplicar estadísticas: para conseguir nuevos lectores no basta con editar libros, ni es suficiente que todos los libros se concentren en dos o tres establecimientos de grandes dimensiones. Es importante que las librerías medianas y pequeñas, así como las de viejo, sigan cumpliendo con su función de despertar vocaciones lectoras en cualquier rincón y en el momento más inesperado.

Defender la existencia de las librerías y los libreros independientes en México no es únicamente defender un negocio y un oficio, sino sobre todo un componente cultural de gran importancia para la construcción de lectores y el enriquecimiento cultural y educativo. Hace una década, Gabriel Zaid se preguntaba por qué había tan pocas librerías en México, y él mismo respondía lo que a todas luces es perfectamente cierto: porque, fuera de temporada, las librerías no son necesarias para vender libros de texto.

Y concluía con la siguiente consideración, con la que yo quiero también concluir, citándola y revindicándola, que explica muy claramente el problema que mucha gente, incluida la del medio editorial y cultural, no ha sabido o no ha querido entender:

“La animación de las librerías no la hacen los libros escolares, sino las novedades literarias, intelectuales, políticas. Los libros de texto, por definición, expresan la cultura obligatoria que se transmite de arriba hacia abajo: de los que saben a los que deben aprender. Los otros libros expresan la cultura libre, abierta, sin credenciales ni horarios, que no educa desde arriba y por obligación, sino entre iguales y por gusto, desde la plática sabrosa entre lectores que se animan leyendo y se platican unos a otros las maravillas o decepciones que han encontrado”.

Por esto, exactamente, es que defendemos a las librerías, y a los libreros independientes, en un medio desventajoso y desleal, y en un país donde están quebrando y desapareciendo a pasos acelerados. Las librerías son algo más que un negocio; constituyen una inversión cultural que merece preservarse.

Por lo demás, estas librerías independientes también tendrán que idear las estrategias para su defensa y su supervivencia. En ocasión del Congreso Nacional de Libreros que se realizó en Málaga, España, el año pasado, Francisco Puche Vergara, un librero español, llegó a la siguiente certidumbre en su libro sintomáticamente intitulado Un librero en apuros: Memorial de afanes y quebrantos (Málaga, Del Genal, 2004):

“A las pequeñas librerías sólo la presencia cooperativa con el medio social circundante nos proporcionará la imagen social y la clientela necesaria para subsistir económicamente. Para lograrlo deberán ofrecer servicios culturales al barrio o pueblo en que están ubicadas”.

Tengo la seguridad de que esto tiene que ser así, como de hecho lo ha sido a lo largo de una buena parte de la historia.

Este artículo fue facilitado amablemente por el Licenciado Arturo Ahmed, coordinador de contenidos del COLIME

Referencia: http://www.cerlalc.org/nuevo_boletin/08/RedLibreros12/banco.htm

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