La librería más extraña en la que que he buscado libros es una que hay en el centro de San José de Costa Rica, descubierta por azar. Librería y peluquería de señoras. Yo iba caminando bajo la persistente llovizna que, puntual, moja las calles de la ciudad después del soleado mediodía, y de repente, aquella boca abierta en un edificio cualquiera, unos montones de libros por el suelo, un tipo viendo béisbol en un televisor portátil, y sí, aunque no pudiera creerlo, con un fondo de señoras ante el espejo vigilando cómo les hacían las permanentes o les teñían las crenchas, aquello era una librería. Cómo no entrar. Salí de allí una hora después, con la historia del local lista para ser transcrita en mi cuaderno: fue librería antes que peluquería, pero el viejo que la fundó murió, una de sus hijas decidió que quería utilizar el local como peluquería y otro, que tiene una librería a tres calles, dijo que ni hablar. Quedaba el hijo tonto; no opinaba: era el que estaba viendo béisbol en la tele. Así que se repartieron el local, la mitad para la peluquería y la otra para la librería. Habría sido milagroso encontrar algo de valor allí, abundancia de novelas policíacas, interesantísimos libros sobre política centroamericana, ediciones de bolsillo descuajaringadas. En los locales así es inevitable que el buscador baje el listón de sus exigencias: nos conformaríamos con cualquier novelucha que tuviera al menos una portada bonita, con casi cualquier cosa impresa en algún lugar mítico, como Antigua, sólo por tener algo impreso en esa ciudad. Tuve suerte: pesqué una edición de los Salmos, de Cardenal, y eso es todo amigos. Le pregunté al espectador del partido de béisbol por esa otra librería que tenía el hermano. Me dijo que su hermano era un genio, que era el hombre que más sabía de libros del mundo, que cualquier cosa que buscara él me la iba a encontrar seguro, así fuera un libro jamás escrito ni publicado por nadie (esto último me fascinó: un librero que se dedica a escribir libros que sus clientes buscan a pesar del evidente handicap de que nadie los escribiera nunca). Así que de la peluquería de señoras partí hacia esa meca de la bibliofilia, una especie de chiringuito abarrotado de libros donde triunfaba sin duda el género religioso y de autoayuda. En los diez minutos que permanecí allí entraron seis personas a preguntar por cosas del tipo Haz que tu vida sea un domingo radiante y Cómo caerle bien a quienes les caes mal. El librero se sonrió al yo contarle lo que su hermano me había dicho de él, y bastó que cruzáramos los guantes para que entendiera que ni el hombre estaba interesado en los libros ni estaba allí por otra cosa que obligación filial. Pensé que había una historia enterrada: en realidad al librero no le gustaba tener abierta aquella tienda, lo hacía por pura obcecación, por no dejar que su hermana se saliese con la suya, por demostrarle que a la muerte del padre, mandaba él. Así que había generado aquel establecimiento único –no creo que haya ninguna otra librería-peluquería de señoras en todo el mundo– sólo para impedir que su hermana le ganara aquella partida. En la segunda tienda no encontré nada con lo que me apeteciera cargar, y a punto estuve de tratar de venderle el libro de Ernesto Cardenal que le había comprado a su hermano por un dólar.
Según parece, en San José es habitual que tiendas que se dedican a otra cosa guarden allá en un remoto rincón de su fondo unas pilas de libros que ya estaban allí cuando se abrió el negocio. En una colchonería de la Plaza González Víquez, el escritor Tomás Saraví –que iba buscando una almohada– dio con algunas joyas bibliográficas del siglo XVIII que habían sido puestas sobre una mesilla de noche como para hacer de atrezzo o utilería. Las dos citas imprescindibles para quien visite la capital de Costa Rica son El Erial, una librería pequeña, que aparentemente no contendrá nada que vaya a alegrar nuestras estanterías, y Expo 10, un perfecto laberinto caótico en cuyo centro hay un ring cuya lona, ahora alfombrada de volúmenes, quizá recuerde aún en algún sueño las mejillas de los boxeadores que fueron noqueados sobre él. En El Erial hay que ser insistente, mentar los miles de kilómetros que hemos hecho para llegar allí, y puede que convenzamos a quien nos atiende de que nos abra el zaguán donde guarda las piezas privilegiadas: es un peligro hacerlo, porque si se nos abre el zaguán habrá que comprar algo, y puede que en esa temporada al librero le haya dado por privilegiar manuales médicos o novelas de Virginia Woolf, dos categorías en las que nuestro interés no se siente concernido. Expo 10 es una experiencia por la que debe pasar todo bibliófilo, y debe hacerlo sin escafandra que lo defienda. Retiras un libro y puede venírsete una montaña encima, y al rato aparecerá tu cabeza abriendo una boca en la montaña y en tu mano el libro que echó abajo el cúmulo de volúmenes, bien apresado, porque es una primera edición de las Greguerías, de Ramón Gómez de la Serna, con su cubierta ajedrezada y su letra minúscula. Dice la leyenda que han sido unos cuantos los bibliófilos que se perdieron por los laberintos de esta tienda. Cuántos: pues diez, naturalmente, por eso se llama así, porque diez viajeros desprevenidos no encontraron la salida del bosque en el que tan fácil resultaba entrar.
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2 comentarios:
¿Tienes este artículo completo? Lo he leido en la revista online, pero me gustaría tenerlo en papel. ¿Lo tienes íntegro? Un saludo
No tengo el artículo completo, solo la referencia on line
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