Ahora subtitulando sobre literatura y, en particular, literatura infantil y juvenil (LIJ).
02 noviembre 2005
ELOGIO DEL LIBRERO
Cuando pedí "La rata cochero" fueron a buscarlo al sector de mascotas (luego de mirarme mal). Cuando quise hojear "Todas las familias son psicóticas", por supuesto enfilaron hacia psicología. Cuando compré "Como una buena madre", no lo encontraron, claro está, en maternidad.
Me refiero a los malos libreros. No, no son libreros. Llamémoslos empleados de comercio. Hoy en día, en las grandes cadenas de librerías, no hay más libreros. Hay chicos y chicas jóvenes, predispuestos y de sonrisa esmaltada, que por suerte saben utilizar las computadoras que les dirán dónde está el bendito libro. Si se cae el sistema, para ellos se termina la literatura. Pero libreros no. Libreros les queda grande.
No han leído. Estos empleados no leen los libros que venden. No saben leer.
Yo amaba a mis libreros. El primero tenía una librería pequeña en una galería subterránea donde hoy hay un supermercado. Allí me iba por las tardes, y me sentaba en el piso a leer. Él me conocía y no le molestaba mi presencia. Al contrario. Supongo que ver a una niña de 8, 9 ó 10 años leyendo con tanta pasión y juntando su dinero para comprar libros, le debe haber estimulado. Debe haber pensado que justo por eso era librero. En esa librería, "Abaddón" libros, Rivadavia 6583, Galería Vía Río local 6 y 8 (acabo de buscar un libro que sé que compré ahí y está el sello) compraba los libros de la colección Iridium. "Verónica", "Verónica al timón", "¡Ánimo Verónica!". Me atraían los libros que llevaban mi nombre. También compré allí los libros de la colección Hardy Boys y Nancy Drew. Eran difíciles de conseguir y el librero me los traía para mí. Los libros de la colección "La brigada juvenil", y mis primeros libros de mitología griega. Cuando no iba a Abaddón me iba a un local de revistas usadas en la que sigue siendo la galería Boulevard, del barrio de Flores. Era un local con olor a papel viejo, con peligro permanente de avalancha, sucio, muy sucio. Pero allí estaba todo lo que uno podía desear de la vida. Me cambiaban dos revistas mías por una, por supuesto (para cambiar 1x1 debía irme al Parque Rivadavia y cambiar con otros chicos), y yo me quedaba horas y horas, porque llevaba decenas de revistas y tenía mucho para elegir. Además las hojeaba, no fuera cosa de que me llevara una repetida o una mala. Me gustaba "Archie", y todos los clásicos argentinos. No demasiado "Susie, secretos del corazón", esas las leían mis hermanas. Tenía la fantasía de que un día encontraría el primer número de "Hijitus" en el que, según yo, se contaría cómo consiguió su sombreritus.
Crecí y esas dos librerías desaparecieron. Llegó "El Buho", en Rivadavia al 6200 en donde hoy hay un kiosco. El Buho ya fue otra cosa. Yo había crecido y el hombre de mi vida era justo el librero. Joven, bohemio, con barba y pelo largo. Él, Jorge, me recomendó "Fahrenheit 451" y me inició en la ciencia-ficción. Fueron muchos años de ciencia-ficción y de Jorge. Jorge me prestaba libros que necesitaba para la facultad, y yo los leía casi sin abrirlos y se los devolvía con agradecimiento infinito. Jorge puso mi primer libro (editado por una Mutual, para recolectar fondos) en la mesa de ventas, y me contaba cuántos se vendía y me daba el dinero sin cobrarme ningún porcentaje. Jorge me iba enseñando de literatura y de vida. Es posible que haya sido su cliente favorito pero, para mi desilución, nada más. Cuando Jorge cerró me quedé huerfana de libreros. Sé que hay librerías donde aún atienden hombres y mujeres que saben de libros, que los leen, que los entienden, que los aman. Pero en Flores sólo queda la señora de la librería Distal de Carabobo, que me recomendó el libro de cuentos "Amores en fuga" y que me consigue algún libro difícil, y que siempre me cuenta alguna anécdota sobre algún libro mío que vendió, y me pregunta qué estoy escribiendo y cuándo volveré a publicar. Pero ya no es lo mismo. En las librerías ya no quedan tesoros por descubrir. El libro que no vendió lo suficiente es desterrado a los quince días. Y a nadie le importa. A estos empleados de comercio no les importa. No les importa que yo esté buscando un libro que ellos no tienen. No les importa no saber. No les importa no poder escribir correctamente el apellido de un autor. No les importa en lo más absoluto que también venden libros míos, porque es más importante pedirme que abra la cartera cuando me voy.
Yo creo que algún día estos pseudo-libreros serán castigados por el hecho de haber ocupado un puesto sagrado. Que algún día todos los libros difíciles, raros, insólitos, profundos, distintos, originales, que ellos jamás osarán recomendar, caerán una y otra vez sobre sus cuerpos hasta que las palabras les queden grabadas en la piel. Y por allí andarán, pequeñas almas con las pieles escritas, sin poder entender el argumento.
Y a los libreros de Abaddón, de El Buho, del Distal de Flores, a todos ellos, GRACIAS.
Me refiero a los malos libreros. No, no son libreros. Llamémoslos empleados de comercio. Hoy en día, en las grandes cadenas de librerías, no hay más libreros. Hay chicos y chicas jóvenes, predispuestos y de sonrisa esmaltada, que por suerte saben utilizar las computadoras que les dirán dónde está el bendito libro. Si se cae el sistema, para ellos se termina la literatura. Pero libreros no. Libreros les queda grande.
No han leído. Estos empleados no leen los libros que venden. No saben leer.
Yo amaba a mis libreros. El primero tenía una librería pequeña en una galería subterránea donde hoy hay un supermercado. Allí me iba por las tardes, y me sentaba en el piso a leer. Él me conocía y no le molestaba mi presencia. Al contrario. Supongo que ver a una niña de 8, 9 ó 10 años leyendo con tanta pasión y juntando su dinero para comprar libros, le debe haber estimulado. Debe haber pensado que justo por eso era librero. En esa librería, "Abaddón" libros, Rivadavia 6583, Galería Vía Río local 6 y 8 (acabo de buscar un libro que sé que compré ahí y está el sello) compraba los libros de la colección Iridium. "Verónica", "Verónica al timón", "¡Ánimo Verónica!". Me atraían los libros que llevaban mi nombre. También compré allí los libros de la colección Hardy Boys y Nancy Drew. Eran difíciles de conseguir y el librero me los traía para mí. Los libros de la colección "La brigada juvenil", y mis primeros libros de mitología griega. Cuando no iba a Abaddón me iba a un local de revistas usadas en la que sigue siendo la galería Boulevard, del barrio de Flores. Era un local con olor a papel viejo, con peligro permanente de avalancha, sucio, muy sucio. Pero allí estaba todo lo que uno podía desear de la vida. Me cambiaban dos revistas mías por una, por supuesto (para cambiar 1x1 debía irme al Parque Rivadavia y cambiar con otros chicos), y yo me quedaba horas y horas, porque llevaba decenas de revistas y tenía mucho para elegir. Además las hojeaba, no fuera cosa de que me llevara una repetida o una mala. Me gustaba "Archie", y todos los clásicos argentinos. No demasiado "Susie, secretos del corazón", esas las leían mis hermanas. Tenía la fantasía de que un día encontraría el primer número de "Hijitus" en el que, según yo, se contaría cómo consiguió su sombreritus.
Crecí y esas dos librerías desaparecieron. Llegó "El Buho", en Rivadavia al 6200 en donde hoy hay un kiosco. El Buho ya fue otra cosa. Yo había crecido y el hombre de mi vida era justo el librero. Joven, bohemio, con barba y pelo largo. Él, Jorge, me recomendó "Fahrenheit 451" y me inició en la ciencia-ficción. Fueron muchos años de ciencia-ficción y de Jorge. Jorge me prestaba libros que necesitaba para la facultad, y yo los leía casi sin abrirlos y se los devolvía con agradecimiento infinito. Jorge puso mi primer libro (editado por una Mutual, para recolectar fondos) en la mesa de ventas, y me contaba cuántos se vendía y me daba el dinero sin cobrarme ningún porcentaje. Jorge me iba enseñando de literatura y de vida. Es posible que haya sido su cliente favorito pero, para mi desilución, nada más. Cuando Jorge cerró me quedé huerfana de libreros. Sé que hay librerías donde aún atienden hombres y mujeres que saben de libros, que los leen, que los entienden, que los aman. Pero en Flores sólo queda la señora de la librería Distal de Carabobo, que me recomendó el libro de cuentos "Amores en fuga" y que me consigue algún libro difícil, y que siempre me cuenta alguna anécdota sobre algún libro mío que vendió, y me pregunta qué estoy escribiendo y cuándo volveré a publicar. Pero ya no es lo mismo. En las librerías ya no quedan tesoros por descubrir. El libro que no vendió lo suficiente es desterrado a los quince días. Y a nadie le importa. A estos empleados de comercio no les importa. No les importa que yo esté buscando un libro que ellos no tienen. No les importa no saber. No les importa no poder escribir correctamente el apellido de un autor. No les importa en lo más absoluto que también venden libros míos, porque es más importante pedirme que abra la cartera cuando me voy.
Yo creo que algún día estos pseudo-libreros serán castigados por el hecho de haber ocupado un puesto sagrado. Que algún día todos los libros difíciles, raros, insólitos, profundos, distintos, originales, que ellos jamás osarán recomendar, caerán una y otra vez sobre sus cuerpos hasta que las palabras les queden grabadas en la piel. Y por allí andarán, pequeñas almas con las pieles escritas, sin poder entender el argumento.
Y a los libreros de Abaddón, de El Buho, del Distal de Flores, a todos ellos, GRACIAS.
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