Mi amigo y yo iniciamos la aventura de formar una empresa de libros usados en noviembre del 2011, nuestra primera compra ya asociados fue de cuatrocientos pesos, pagamos mitad y mitad, eran libros técnicos y ese mismo día vendimos todo el lote a un librero del corredor cultural Balderas, así seguimos durante unas semanas, adquiriendo pequeñas bibliotecas, pagando cincuenta por ciento cada quien y ahorrando por si algún día, en un futuro nos caía una biblioteca grande de un coleccionista famoso, esos sueños que uno tiene al iniciar un negocio. Al comenzar diciembre sucedió, muy rápido en nuestro joven proyecto, nos llamaron para ver una biblioteca en Tepepan, justo detrás del reclusorio femenil, barrio lleno de callejones estrechos.
El día de la cita pasamos a una privada de diez casas bien resguardadas, todas de tres niveles color naranja con amplio jardín y estacionamiento. El dueño de la biblioteca recientemente había fallecido, nos recibió un señor de unos cincuenta años, que había sido su asistente personal durante los últimos años de su vida. Mi socio y yo teníamos mucho entusiasmo, nuestra primera compra grande, pero al pasar a la biblioteca nuestros sentimientos eran contradictorios, pues el tamaño de la colección hacía imposible que tuvieramos la capacidad económica para adquirirla.
La biblioteca consistía en unos ocho mil títulos repartidos en los tres niveles de la casa, estaban ubicados en libreros de madera y organizados de forma cronológica; todos, absolutamente todos los libros eran de Historia de México, desde la época prehispánica hasta la actualidad, muchos ejemplares del siglo XIX, pero también títulos de coyuntura política.
El recientemente fallecido dueño de la biblioteca, que de ahora en adelante me referiré a él como “el padrino” fue una persona culta dedicada a la política, fue diputado en tres ocasiones, senador, líder de su partido, conferencista y escritor de muchos libros de temas históricos del país. Inició en el Partido Popular Socialista y luego pasó al partido oficial, en el cual fue participante activo por décadas, tuvo estrecha amistad con Luis Echeverría, a quien le escribía varios de sus discursos.
Mi colega y yo revisamos la biblioteca durante dos horas, impresionante colección, ni la biblioteca central de la UNAM o la de la ENAH tienen ese acervo tan específico y bien curado como el de este personaje, para los bibliófilos de Historia de México les presumo que se hallaban las primeras ediciones de Zamacois, Bulnes, Icazbalceta, Clavijero, etc. también códices y compilaciones hemerográficas del siglo XIX, algo impresionante. Muchos libros contemporáneos también, pero todo de la misma temática.
Al finalizar la inspección meditamos sobre la propuesta que haríamos, la cantidad, las parcialidades, etc. La verdad sólo nos dijimos ¡ya valió madres! ¡no tenemos para pagar esto! Valoré la biblioteca en un cuarto de millón de pesos, cantidad absurdamente alta para nuestros ahorros. Tristes nos ibamos a retirar, pero antes debíamos platicarlo por teléfono con la heredera, una de las hijas, mi avezado socio se rifó la llamada, para mi sorpresa, mientras estaba en comunicación, la interrumpió para preguntarme ¿cuánto tienes? Mi amigo soltó la risible propuesta de diecisiete mil pesos … ¡aceptaron!
De forma sumamente prudente y con la vehemencia que me caracteriza le dije ¡no mames!
Como lo sabe todo librero de viejo, una biblioteca no es de uno hasta tenerla en casa, le dimos prisa, fuimos al banco, pagamos, mi socio fue a rentar un camión para cargar todo el mismo día, yo me quedé a desmontar los libros, en mi vida recuerdo tres días de verdadera chinga física, ese fue uno de ellos. Mi colega regresó casi al anochecer, no cupo todo, debíamos volver otro día por el resto.
A la mañana siguiente, cuando regresamos por el faltante nos recibió la hija de “el padrino”, quisimos entablar una plática con ella sobre su padre, la primera pregunta fue: ¿cómo era su papá?, ella de forma inmediata y con furia en la mirada respondió: era un hijo de puta, nunca nos quiso y jamás estuvo al pendiente de nosotros, su familia, hasta el final de sus días fue un cabrón, lo odié y si no tiré los libros a la basura fue solo porque debo restaurar y pintar esta pinche casa que solo malos recuerdos me trae y venderla.
Obviamente la plática terminó muy rápido, fue así que comprendimos que aceptaran nuestra oferta. Aprovechamos el camión rentado que con la gasolina nos saldría en dos mil quinientos pesos, para ir por otra compra grande en el centro de Tlalpan, libros de arte y literatura muy buenos en una de las casas más lujosas que he visitado.
Por la noche, cansados de tanta chamba (y en mi caso calculando que no tenía ni para un boleto del metro), pero contentos con nuestras adquisiciones, revisábamos el material en la bodega cuando mi amigo grita: ¡no mames, no mames, no mames¡ Cierra la única ventana, se acerca a mí con La Relación de Michoacán, en una hermosa edición en caja, la abre y me muestra un fajo de billetes, los contamos y sumaba la mágica cantidad de veintinueve mil quinientos pesos, exactamente lo que habíamos invertido en dos bibliotecas y la renta del camión.
Padrino, invertiste en una empresa de libros usados que aún se mantiene en pie, dando trabajo a más de veinte trabajadores, tal vez no fue en vida, pero desde el infierno, donde debes estar según tu hija. Te agradecemos por el apoyo desde acá arriba, en este pedazo de tierra contaminada llamada Ciudad de México.