sábado, 16 de septiembre de 2017

Por qué deberías tener un librero (o varios),

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“Que otros se jacten de las páginas que han escrito;/ a mí me enorgullecen las que he leído”. Jorge Luis Borges comenzaba así su famosísimo poema “Un lector”, que es el penúltimo del poemario “Elogio de la sombra”. Este argentino prodigioso, que tanto amaba la lectura, se quedó ciego y, en una “magnífica ironía” que atribuyó a Dios, ocupó el cargo de director de la Biblioteca Nacional de Argentina de forma que le fueron dados, a la vez, “los libros y la noche”. Uno puede imaginarlo tocando los volúmenes y esperando una voz amiga que se los leyese.
Una biblioteca puede albergar una suerte de paraíso. Por lo pronto, es una reunión de amigos. Ya lo escribió Quevedo: “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos, / y escucho con mis ojos a los muertos”. Tras su caída en desgracia y su retiro de la vida pública, Maquiavelo se vestía con sus mejores galas para leer a Tito Livio y evocar las glorias de la República romana. No debería, por tanto, minusvalorarse el cuidado que un lector le debe a su biblioteca. De lo contrario, invertirá tiempo, espacio y dinero en una acumulación de libros que lo sumirá en la tristeza y el desaliento que sufrió Aureliano, el teólogo, porque –de nuevo Borges– “como todo poseedor de una biblioteca, Aureliano se sabía culpable de no conocerla hasta el fin”.
Por supuesto, como advirtió Ricardo de Bury, autor del “Filobiblion”, obispo de Durham y canciller de Inglaterra, “los libros deben comprarse siempre salvo en dos casos: que se trate de «salir al paso de la malicia del vendedor» o que «se espere una ocasión más propicia para comprarlo»”. Fuera de estos supuestos, uno debe hacer bueno el mandato del libro de los Proverbios 23, 23: “compra verdad y no la vendas”. Queda, pues, dicho que los libros, en general, han de adquirirse sin ceder a la tentación de soluciones poco piadosas que no se mencionarán aquí.
Por eso, los bibliófilos sabemos la deuda de gratitud que un lector tiene con su librero. Al contrario de lo que muchos creen, uno bueno no tratará de vender cualquier libro, sino que buscará aquel que su cliente necesita. No exagero con el verbo. La mayor inversión de este profesional no es la venta inmediata o circunstancial, sino la biblioteca que ese buscador de libros está construyendo. Por supuesto, también puede rendir un gran servicio al comprador ocasional que busca algo para regalar o necesita consejo. Ambos pueden confiar más en el parecer de un buen librero que en centenares de opiniones de desconocidos en internet. No digo que éstas no deban atenderse –algunas críticas pueden ser valiosas, fundadas y aun profesionales— pero sí sostengo que un librero puede hacerse imprescindible. Sin él, las novedades podrían pasar desapercibidas, los tesoros seguirían ocultos y el lector perdería descubrimientos notables que exigen horas de fatigar los catálogos editoriales.
Una biblioteca puede ser la tarea de una vida. Felipe II, un rey humanista cuya biblioteca fue admiración del mundo, enviaba emisarios por toda Europa para comprar libros. Atendía personalmente algunas de las adquisiciones. Por ejemplo, en 1543, en Valencia, se pagaron, según sus órdenes, ciento cuarenta y cuatro maravedíes por un Corán. No entraré ahora en el contenido fabuloso de su colección. Baste señalar que hubiese sido imposible concebirla sin los libreros.
Por eso, yo suelo recomendar a los jóvenes que comiencen a trabajar en su biblioteca personal y que frecuenten y cultiven la amistad de los libreros. Stefan Zweig describió, en “Mendel, el de los libros”, el arquetipo de este aliado poderoso de lectores y bibliófilos: “Realmente, se trataba de una enciclopedia, de un catálogo universal sobre dos piernas […] Jakob Mendel, aquel judío de Galitzia, pequeño, comprimido, envuelto en su barba y además jorobado, era un titán de la memoria […] Conocía cada planta, cada estrella del cosmos perpetuamente sacudido y siempre agitado del universo de los libros. Sabía de cada materia más que los expertos. Dominaba las bibliotecas mejor que los bibliotecarios. Conocía de memoria los fondos de la mayoría de las casas comerciales, mejor que sus propietarios […]”. Aún quedan libreros que conservan el espíritu de Jakob Mendel y lo han adaptado a un tiempo nuevo preservando las esencias de un oficio antiquísimo.
Por supuesto, hay libreros de nuevo y libreros de viejo y todos deben ser cultivados. Algunos reciben catálogos de editoriales inimaginables y de ediciones casi clandestinas, pero maravillosas. Otros compran fondos procedentes de herencias y disponen de personas que, como Lucas Corso, pueden hallar lo inencontrable. Tal vez ignoren el paradero de un libro, pero tienen el teléfono de quien lo sabe y eso es lo que importa. Solo un lector conoce la desazón de no encontrar la obra que necesita -no nos engañemos, la necesita– cuando ha descubierto un autor luminoso. No tengo nada contra los buscadores on-line, pero un Mendel es imprescindible si uno quiere crear algo que valga la pena y sólo las cosas que valen la pena deberían interesarnos.
Una biblioteca encierra, también la cartografía de una vida: los libros que nos adentraron en la literatura o la ciencia, los iniciáticos y los malditos, los que nos consolaron en tiempos de desdicha o nos salvaron en medio de las dificultades. Hay páginas y versos que uno atesora para dar razón de lo que hacía mientras esperaba a quien se ama. Hay textos que nos guían cuando no encontramos la salida. Hay citas que esgrimimos no para que los fanáticos piensen como nosotros, sino para no terminar pensando como ellos. Gracias a los libreros, el viaje de nuestra vida, como quiso Cavafis, estará lleno de aventuras y de conocimientos.

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