martes, 22 de noviembre de 2016

Las pequeñas librerías mantienen la honestidad sobre lo que está pasando en la literatura



Durante el primer invierno que pasé en Nueva York, hace casi seis años, apenas conocía gente. En aquellos largos meses a menos diez o quince grado bajo cero, cuando el día termina a eso de las cuatro de la tarde, cerca de Navidades una de las peores nevadas en la historia de la ciudad entumeció la vida diaria. No había traición en ese invierno, se cumplieron todas y cada una de las profecías de las que me advirtieron, incluida la tristeza, que cada año llegó con una mano en la cintura por mí, y el aislamiento. No tuve más remedio que aprender a beber conmigo misma mientras escuchaba discos nuevos (discos nuevos para evitar los recuerdos). A falta de planes, además, me iba a perder el tiempo a las librerías del barrio. A babosear, diría mi madre. Y ahí dentro no sé bien por qué me sentía mejor.
Lo que para muchos son las tiendas de discos, los museos, incluso las iglesias, (algunas veces he entrado a refugiarme en las iglesias), esos espacios “públicos” donde uno se siente a su manera a salvo, tal vez a salvo de uno mismo, en las librerías para mí se volteaba de cabeza la idea del silencio incómodo. La distancia entre las personas es más bien agradable. Horas enteras paseando la mirada por las portadas y contraportadas, hojeando libros que igual no compraba (o que compraba, pero tardaría meses, o bien, años en leer), que me internaban en otro pequeño universo, coherente y diferente, donde brota en mayor o menor medida la bendita curiosidad, quizá lo más importante que tenemos.
Las librerías locales resultaron lugares más bien de descanso. Los ritmos cotidianos, apesadumbrados por el frío canijo y la más cabrona soledad, cambiaban.
María Negroni dice que cuando uno lee está escribiendo también. Siempre he pensado que leemos de algún modo todo el tiempo.
Cuando entramos a una librería estamos leyendo y la configuración visual de los libros influye esa lectura. Leer no solo es sentarse a leer páginas enteras. La semana pasada Selva Hernández, librera de tradición, (librera de Alicia a través del espejo y ahora también de La increíble librería), me contaba de cómo el acomodo de los libros influye en nuestra experiencia dentro del espacio: “Mis tíos en sus librerías de Donceles hacían exposiciones de portadas o de caricaturistas.”
Si una librería está configurada para leer o incluso para escribir, también se da, además de cierta complicidad (¿qué estará hojeando con tanto apetito la chica a la derecha?), dinámicas sociales diferentes a las que ofrecen otros comercios de la ciudad. Y no me refiero a librerías con una cafetería como El Péndulo, donde, como dice Penélope, el ruido no lo deja a uno deambular en paz; o Gandhi, donde, como dice Luli, los libros no son felices, y donde me parece que se perdió la bonita tradición del librero que a partir de lo que buscas te recomienda otros títulos.
Según la CANIEM en todo México hay 500 librerías y casi todas están en las grandes ciudades. Las librerías están agonizando y muriendo, ¿cuántas de estas son espacios de paseo?
Las librerías diseñadas para los lectores son una anomalía.
Una librería que te permita apaciguar las malas noticias. Que te obliga, digamos, a caminar con una suerte de reverencia a esos libros, a un paso más o menos museográfico, cuyos materiales y texturas tocamos y probamos como en un buffet de platillos exóticos.
Una librería es también una galería, una puesta en escena de libros. Es importante si la luz es agresiva o cálida, que el ambiente sea habitable, el tipo de sillones y desde luego, el tipo de libros que hay. Si están organizados de manera que parece que vas a descubrir un título desconocido. Si las portadas dialogan entre sí o si la relación entre los libros es más bien diferente a las “novedades”. Se me ocurre una curaduría por recomendaciones de un lector respetable, por el tipo de personajes, por el tipo de temas: novelas del aislamiento, cuentos de despedidas, ensayos personales de escritores amargados, historias con un protagonista de corazón punk, historias con un o una protagonista enloqueciendo, historias sobre la infidelidad o con orgías, ficciones con tantas canciones que merecen un playlist.
El alto de las torres, la disposición de los estantes y la conversación entre las portadas, nos invitan a diferentes formas de exploración: “un título al lado de otro título, al lado de otro título puede formar casi un poema, medio dadaísta. No es lo mismo encontrarse con una edición extraña de Borges con otra de Bioy Casares, que está junto a un ejemplar de la revista Sur de Victoria Ocampo. O un libro de Borges que convive con la Biblioteca Borges, que eran sus lecturas favoritas, como Dino Buzzati o la historia de las matemáticas”, decía Selva.
Los libreros, ya lo ha dicho Patti Smith, que varias veces trabajó en librerías, mantienen la honestidad sobre lo que está pasando en la literatura en nuestros tiempos. Y también nos permiten un placer específico: manosear los libros. Son espacios que despiertan un comportamiento diferente, tranquilizante (espero) y la experiencia, por lo  menos en para mí, es casi terapéutica.

http://www.letraslibres.com/espana-mexico/cultura/las-pequenas-librerias-mantienen-la-honestidad-sobre-lo-que-esta-pasando-en-la-literatura

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